Introducción
El hoy tremendamente popular Paul Auster, que ahora frecuenta con cierta periodicidad las páginas de los suplementos semanales, está en boca de los adoradores de la literatura moderna y elitista, y que últmente escribe cosas como Tombuctú o reedita recopilaciones de ensayos anteriores a su fama, tuvo unos inicios literarios espectaculares. Antes de que la popularidad lo domesticase y lo asimilase al mundo de los "normales". Auster escribió en 1985 tres novelas cortas que considero magistrales y que formaron la que se llamó Trilogía de Nueva York», editadas en nuestro país en 1988 por Júcar en una casi desapercibida edición de bolsillo y luego recuperadas años más tarde gracias a la fama posterior de su autor, con todos los honores por Anagrama en 1996.
La novela que comentamos aquí, La ciudad de Cristal (City of Glass), es el relato que abre este ciclo neoyorquino que, aunque puede ser disfrutado por separado, adquiere más valor si completamos su lectura con la de sus otros dos compañeros de viaje Fantasmas y La habitación cerrada. Los tres relatos conforman así un fascinante polígono triangular de espejos, símbolos y simetrías que ejercen un poderoso hechizo sobre el lector que sepa mantener sus ojos abiertos a su poder de sugerencia. Disfrazadas sus historias con el aspecto de tramas detectivescas, los tres relatos evolucionan irremisiblemente hacia thrillers metafísicos; terroríficos anillos de Moebius sin final posible en el que la vida de los protagonistas deriva en pesadilla y estos terminan por arrojar su existencia, como se suele decir, a los cerdos.
En La ciudad de Cristal, una llamada equívoca coloca a un escritor de novelas policiacas en una pesadilla de indescifrables laberintos simétricos; en Fantasmas, un detective recibe el encargo de vigilar a alguien que poco a poco le convertirá en su sombra; y en La habitación cerrada, un hombre, fascinado por un amigo escritor desaparecido, se ve inducido a suplantarle como autor, más tarde se liará con su mujer y acabará finalmente emprendiendo la búsqueda de éste. Tras estos tres argumentos se esconde una de las obras literarias más deslumbrantes de los años ochenta, cuyo poder de fascinación Paul Auster no ha podido superar en obras posteriores, a excepción de El Palacio de la Luna, menos oscura e indescifrable que la trilogía, pero puede que su mejor novela, con mayúsculas, hasta la fecha. Juntas constituyen la base sobre la que se sustenta el prestigio internacional de un autor cuya obra literaria posterior, tras este comienzo deslumbrante y coincidiendo curiosamente con el grado de popularidad que Auster fue adquiriendo entre los lectores, ha ido perdiendo intensidad. La locura y la atracción del abismo han ido desapareciendo progresivamente de sus escritos o se ha dejado ver tímidamente en alguna otra novela como Leviatán, donde el autor regresa al tema central de La habitación cerrada pero sin el grado de inspiración de aquella, sus historias se han hecho más acomodaticias y asequibles para el gran público y han comenzado a ser adaptadas a la pantalla grande La música del azar (de Philip Haas,1992), Smoke y Blue in the Face (de Wayne Wang,1995) y Lulu on the Bridg (del propio Paul Auster,1995).
El hoy tremendamente popular Paul Auster, que ahora frecuenta con cierta periodicidad las páginas de los suplementos semanales, está en boca de los adoradores de la literatura moderna y elitista, y que últmente escribe cosas como Tombuctú o reedita recopilaciones de ensayos anteriores a su fama, tuvo unos inicios literarios espectaculares. Antes de que la popularidad lo domesticase y lo asimilase al mundo de los "normales". Auster escribió en 1985 tres novelas cortas que considero magistrales y que formaron la que se llamó Trilogía de Nueva York», editadas en nuestro país en 1988 por Júcar en una casi desapercibida edición de bolsillo y luego recuperadas años más tarde gracias a la fama posterior de su autor, con todos los honores por Anagrama en 1996.
La novela que comentamos aquí, La ciudad de Cristal (City of Glass), es el relato que abre este ciclo neoyorquino que, aunque puede ser disfrutado por separado, adquiere más valor si completamos su lectura con la de sus otros dos compañeros de viaje Fantasmas y La habitación cerrada. Los tres relatos conforman así un fascinante polígono triangular de espejos, símbolos y simetrías que ejercen un poderoso hechizo sobre el lector que sepa mantener sus ojos abiertos a su poder de sugerencia. Disfrazadas sus historias con el aspecto de tramas detectivescas, los tres relatos evolucionan irremisiblemente hacia thrillers metafísicos; terroríficos anillos de Moebius sin final posible en el que la vida de los protagonistas deriva en pesadilla y estos terminan por arrojar su existencia, como se suele decir, a los cerdos.
En La ciudad de Cristal, una llamada equívoca coloca a un escritor de novelas policiacas en una pesadilla de indescifrables laberintos simétricos; en Fantasmas, un detective recibe el encargo de vigilar a alguien que poco a poco le convertirá en su sombra; y en La habitación cerrada, un hombre, fascinado por un amigo escritor desaparecido, se ve inducido a suplantarle como autor, más tarde se liará con su mujer y acabará finalmente emprendiendo la búsqueda de éste. Tras estos tres argumentos se esconde una de las obras literarias más deslumbrantes de los años ochenta, cuyo poder de fascinación Paul Auster no ha podido superar en obras posteriores, a excepción de El Palacio de la Luna, menos oscura e indescifrable que la trilogía, pero puede que su mejor novela, con mayúsculas, hasta la fecha. Juntas constituyen la base sobre la que se sustenta el prestigio internacional de un autor cuya obra literaria posterior, tras este comienzo deslumbrante y coincidiendo curiosamente con el grado de popularidad que Auster fue adquiriendo entre los lectores, ha ido perdiendo intensidad. La locura y la atracción del abismo han ido desapareciendo progresivamente de sus escritos o se ha dejado ver tímidamente en alguna otra novela como Leviatán, donde el autor regresa al tema central de La habitación cerrada pero sin el grado de inspiración de aquella, sus historias se han hecho más acomodaticias y asequibles para el gran público y han comenzado a ser adaptadas a la pantalla grande La música del azar (de Philip Haas,1992), Smoke y Blue in the Face (de Wayne Wang,1995) y Lulu on the Bridg (del propio Paul Auster,1995).
La Novela
El protagonista de La Ciudad de Cristal es Daniel Quinn, un escritor de novelas policíacas y de misterio. Quinn escribe esas novelas bajo seudónimo. Antes, Quinn había publicado libros de poesía y escrito obras de teatro; también había sido autor de varios ensayos críticos y bastantes traducciones; pero tras la pérdida de su esposa y su hijo en un accidente, una parte de él murió con ellos y Quinn abandonó todo aquello, junto con la gente que conocía, para ir a refugiarse en Max Work (un personaje de ficción que protagoniza sus novelas, unas novelas que escribe como otra persona) y vivir en un pequeño apartamento en Nueva York. Es en esta época cuando recibe unas extrañas llamadas telefónicas en las que el interlocutor cree estar hablando con una agencia de investigación y que solicita los servicios de un detective privado llamado Paul Auster para que le proteja de la persona que quiere matarle. Quinn decide hacerse pasar por ese detective.
A partir de aquí, con un inicio tópico y recurrente de una novela de misterio, la historia se adentrará por terrenos resbaladizos y vericuetos propios de un existencialismo bañado por lo surreal. Quinn, en su papel de detective, deberá seguir y espiar a un sujeto que, según parece, pretende matar a su cliente y esta vigilancia lo borrará, literalmente, del mundo.
A lo largo de sus páginas conoceremos: locos experimentos de aislamiento para descubrir la naturaleza del lenguaje realizados años atrás, teorías teológicas enfermizas, caras familiares, personajes gemelos, seguimientos espías, frases escritas con pisadas, hijos muertos con nombres familiares, palabras que definen cosas, objetos rotos sin nombre que los defina, el mundo de los vagabundos, personas que no existen, nombres falsos, personajes falsos, gente que se encierra, gente que se esconde, gente que desaparece, gente que pudimos ser y que no seremos, detectives con nombre de escritor, escritores con nombre de detectives..., hasta llegar a un final que no solucionará nada.
El protagonista de La Ciudad de Cristal es Daniel Quinn, un escritor de novelas policíacas y de misterio. Quinn escribe esas novelas bajo seudónimo. Antes, Quinn había publicado libros de poesía y escrito obras de teatro; también había sido autor de varios ensayos críticos y bastantes traducciones; pero tras la pérdida de su esposa y su hijo en un accidente, una parte de él murió con ellos y Quinn abandonó todo aquello, junto con la gente que conocía, para ir a refugiarse en Max Work (un personaje de ficción que protagoniza sus novelas, unas novelas que escribe como otra persona) y vivir en un pequeño apartamento en Nueva York. Es en esta época cuando recibe unas extrañas llamadas telefónicas en las que el interlocutor cree estar hablando con una agencia de investigación y que solicita los servicios de un detective privado llamado Paul Auster para que le proteja de la persona que quiere matarle. Quinn decide hacerse pasar por ese detective.
A partir de aquí, con un inicio tópico y recurrente de una novela de misterio, la historia se adentrará por terrenos resbaladizos y vericuetos propios de un existencialismo bañado por lo surreal. Quinn, en su papel de detective, deberá seguir y espiar a un sujeto que, según parece, pretende matar a su cliente y esta vigilancia lo borrará, literalmente, del mundo.
A lo largo de sus páginas conoceremos: locos experimentos de aislamiento para descubrir la naturaleza del lenguaje realizados años atrás, teorías teológicas enfermizas, caras familiares, personajes gemelos, seguimientos espías, frases escritas con pisadas, hijos muertos con nombres familiares, palabras que definen cosas, objetos rotos sin nombre que los defina, el mundo de los vagabundos, personas que no existen, nombres falsos, personajes falsos, gente que se encierra, gente que se esconde, gente que desaparece, gente que pudimos ser y que no seremos, detectives con nombre de escritor, escritores con nombre de detectives..., hasta llegar a un final que no solucionará nada.
Una Ciudad de Espejos
El cristal, en ciertas circunstancias, puede reflejar nuestra imagen y devolvérnosla. Es por ello que La Ciudad de Cristal se convierte en un juego de espejos, muchas veces deformantes, en el que los protagonistas de la novela se ven reflejados en otros, en un juego de simetrías con el que Auster manipula magistralmente el concepto de dualidad en la novela. A poco que nos fijemos podremos descubrir que prácticamente todos los personajes de la historia tienen una imagen gemela que se revela inquietante en muchos pasajes del libro.
Detalles destacables de este aspecto serían, por ejemplo, las figuras de los dos Peter Stillman de la historia: padre e hijo. Auster los presenta a lo largo del libro como las dos imágenes paralelas de un mismo concepto, haciendo que los dos hombres se llamen igual. Vuelve a subrayar esta dualidad situando la casa de Peter Stillman en la calle 69 -más tarde, cuando su padre llega a la ciudad, se nos indica que baja del tranvía en la calle 96-. Todo en esa representación de Peter Stillman» es simétrico: las dos partes en que se divide el libro que escribió, los dos incendios que destruyen las respectivas viviendas de Dark y de Stillman, los dos hombres con el mismo rostro que descienden del tren en la estación...
Este último momento, la llegada de Stillman a la estación, raya lo magistral: Quinn acude allí para controlar al viejo desde el primer momento y no perderlo de vista, y se encuentra con una escena desconcertante, propia de una pesadilla. Stillman desciende del tren en el que también llega otro individuo idéntico a él, y que, por el aspecto más saludable y elegante que presenta, se nos revela como la persona que podría ser o haber sido, como un Peter Stillman alternativo. Auster logra hacernos pensar que aunque Quinn hubiese seguido al segundo individuo, también éste habría sido el Stillman que buscaba.
El propio Daniel Quinn quedará atrapado en esta pesadilla simétrica cuando tome contacto con estos personajes. A lo largo de las páginas del libro lo veremos comportarse, consciente o inconscientemente, como ellos: hará suya la frase que Peter Stillman dice en su largo monólogo, aquella de "Soy Peter Stillman. Ese no es mi auténtico nombre", escribiendo en su cuaderno "Soy Paul Auster. Ese no es mi auténtico nombre". Lo veremos escribir en un cuaderno similar al que usa Stillman para hacer sus anotaciones. Recorrerá, en su vigilancia, las mismas calles que recorre el viejo en sus largos paseos por Nueva York. Incluso terminará acudiendo en busca de la ayuda del detective Paul Auster y, como los Stillman, dará con el Auster equivocado.
El cristal, en ciertas circunstancias, puede reflejar nuestra imagen y devolvérnosla. Es por ello que La Ciudad de Cristal se convierte en un juego de espejos, muchas veces deformantes, en el que los protagonistas de la novela se ven reflejados en otros, en un juego de simetrías con el que Auster manipula magistralmente el concepto de dualidad en la novela. A poco que nos fijemos podremos descubrir que prácticamente todos los personajes de la historia tienen una imagen gemela que se revela inquietante en muchos pasajes del libro.
Detalles destacables de este aspecto serían, por ejemplo, las figuras de los dos Peter Stillman de la historia: padre e hijo. Auster los presenta a lo largo del libro como las dos imágenes paralelas de un mismo concepto, haciendo que los dos hombres se llamen igual. Vuelve a subrayar esta dualidad situando la casa de Peter Stillman en la calle 69 -más tarde, cuando su padre llega a la ciudad, se nos indica que baja del tranvía en la calle 96-. Todo en esa representación de Peter Stillman» es simétrico: las dos partes en que se divide el libro que escribió, los dos incendios que destruyen las respectivas viviendas de Dark y de Stillman, los dos hombres con el mismo rostro que descienden del tren en la estación...
Este último momento, la llegada de Stillman a la estación, raya lo magistral: Quinn acude allí para controlar al viejo desde el primer momento y no perderlo de vista, y se encuentra con una escena desconcertante, propia de una pesadilla. Stillman desciende del tren en el que también llega otro individuo idéntico a él, y que, por el aspecto más saludable y elegante que presenta, se nos revela como la persona que podría ser o haber sido, como un Peter Stillman alternativo. Auster logra hacernos pensar que aunque Quinn hubiese seguido al segundo individuo, también éste habría sido el Stillman que buscaba.
El propio Daniel Quinn quedará atrapado en esta pesadilla simétrica cuando tome contacto con estos personajes. A lo largo de las páginas del libro lo veremos comportarse, consciente o inconscientemente, como ellos: hará suya la frase que Peter Stillman dice en su largo monólogo, aquella de "Soy Peter Stillman. Ese no es mi auténtico nombre", escribiendo en su cuaderno "Soy Paul Auster. Ese no es mi auténtico nombre". Lo veremos escribir en un cuaderno similar al que usa Stillman para hacer sus anotaciones. Recorrerá, en su vigilancia, las mismas calles que recorre el viejo en sus largos paseos por Nueva York. Incluso terminará acudiendo en busca de la ayuda del detective Paul Auster y, como los Stillman, dará con el Auster equivocado.
Convertirse en otro
Cuando Daniel Quinn busca al verdadero Paul Auster, descubre que vive muy cerca de su casa, que es escritor como él, y que incluso tiene una esposa y un hijo como los que él hubiera podido tener. Como muy bien se nos señala en un momento de la novela, sólo hay un Daniel Quinn y sólo hay un Paul Auster en el listín telefónico. Los Stillman llaman por teléfono a la casa de Quinn, aunque están buscando a Paul Auster, y es llamando a ese teléfono donde "encuentran" al Auster que buscan y el que Quinn dice ser. Esta reacción de Quinn ya es suficiente para que ambos personajes se conviertan en uno sólo en su mente. Por esto, al visitar al verdadero Auster en su casa, Quinn experimenta el dolor de verse a sí mismo como la persona que podría haber sido. Incluso el hijo de Auster se llama igual que él.
Nadie mejor que Quinn para protagonizar este delirio esquizofrénico. En su continua huida de la realidad, Quinn puede convertirse en cualquier persona: puede ser un escritor de novelas policíacas, un detective privado, un viejo loco que vive su última pesadilla en las calles de Nueva York, un joven traumatizado por un monstruoso encierro, un vagabundo..., incluso puede ser todos ellos a la vez. Cualquier cosa menos admitir lo auténticamente real: que es Daniel Quinn. Admitir que es esa persona supondría admitir también toda la circunstancia que lo rodea, y Quinn no puede soportar eso: que su mujer y su hijo ya no están, que ha perdido aquello que más amaba, y que lo ha perdido para siempre.
Ante tal predisposición para buscarse problemas, Quinn acaba atrapado en este gran anillo de Moebius, sin principio ni final definido, continuamente enroscado sobre sí mismo, que es La Ciudad de Cristal, en el que la práctica totalidad de sus acciones no serán más que reflejos de las que efectúan los otros personajes: Quinn, siguiendo a Stillman en sus paseos por las calles de Nueva York, no hace otra cosa que repetir los mismos movimientos que realiza el viejo al que vigila. ¿Acaso no se comporta de la misma manera, tomando notas sobre él en su cuaderno, que no por casualidad, es igual que el de Stillman? Esta paradoja alcanza su punto más elevado cuando Quinn, tras pasar varias semanas, meses incluso, escondido en el callejón desde el que pretendía descubrir la llegada de Stillman a la casa de su hijo, abandona el lugar para ir a la estafeta de correos y recoger algún cheque.
Cuando Daniel Quinn busca al verdadero Paul Auster, descubre que vive muy cerca de su casa, que es escritor como él, y que incluso tiene una esposa y un hijo como los que él hubiera podido tener. Como muy bien se nos señala en un momento de la novela, sólo hay un Daniel Quinn y sólo hay un Paul Auster en el listín telefónico. Los Stillman llaman por teléfono a la casa de Quinn, aunque están buscando a Paul Auster, y es llamando a ese teléfono donde "encuentran" al Auster que buscan y el que Quinn dice ser. Esta reacción de Quinn ya es suficiente para que ambos personajes se conviertan en uno sólo en su mente. Por esto, al visitar al verdadero Auster en su casa, Quinn experimenta el dolor de verse a sí mismo como la persona que podría haber sido. Incluso el hijo de Auster se llama igual que él.
Nadie mejor que Quinn para protagonizar este delirio esquizofrénico. En su continua huida de la realidad, Quinn puede convertirse en cualquier persona: puede ser un escritor de novelas policíacas, un detective privado, un viejo loco que vive su última pesadilla en las calles de Nueva York, un joven traumatizado por un monstruoso encierro, un vagabundo..., incluso puede ser todos ellos a la vez. Cualquier cosa menos admitir lo auténticamente real: que es Daniel Quinn. Admitir que es esa persona supondría admitir también toda la circunstancia que lo rodea, y Quinn no puede soportar eso: que su mujer y su hijo ya no están, que ha perdido aquello que más amaba, y que lo ha perdido para siempre.
Ante tal predisposición para buscarse problemas, Quinn acaba atrapado en este gran anillo de Moebius, sin principio ni final definido, continuamente enroscado sobre sí mismo, que es La Ciudad de Cristal, en el que la práctica totalidad de sus acciones no serán más que reflejos de las que efectúan los otros personajes: Quinn, siguiendo a Stillman en sus paseos por las calles de Nueva York, no hace otra cosa que repetir los mismos movimientos que realiza el viejo al que vigila. ¿Acaso no se comporta de la misma manera, tomando notas sobre él en su cuaderno, que no por casualidad, es igual que el de Stillman? Esta paradoja alcanza su punto más elevado cuando Quinn, tras pasar varias semanas, meses incluso, escondido en el callejón desde el que pretendía descubrir la llegada de Stillman a la casa de su hijo, abandona el lugar para ir a la estafeta de correos y recoger algún cheque.
Auster nos describe a Quinn caminando de una manera insegura, apagada. Nos cuenta cómo se detiene varias veces a descansar, cómo prácticamente arrastra los pies sobre suelo para hacer menos dificultoso el movimiento. Es el caminar de un anciano, es como caminaba Stillman cuando Quinn lo seguía desde la estación al hotel, o en sus largas caminatas por las calles de Nueva York. No por casualidad hace que Quinn acabe tendido sobre la hierba en el parque y se quede dormido, tal como hizo el viejo Stillman en varias ocasiones.
Decididamente, Quinn acaba convirtiéndose en un sosías de aquello que ha estado vigilando. En un momento del libro, Quinn deambula sin rumbo determinado por las calles de la gran manzana, dibujando sobre ellas con sus pisadas los signos que invocarán su propia Torre de Babel, para acto seguido escribir en su cuaderno sobre todos los parias y desterrados de la ciudad que ha visto en su paseo. Stillman paseaba para descubrir las cosas rotas a las que dar un nombre nuevo, recogía la basura en la que se habían convertido estos objetos que ya no cumplían su función. Ahora es Quinn quien camina por la ciudad y también descubre gente rota, vidas destrozadas, gentes que ya no son la misma persona que debieron ser en el pasado. Hombres y mujeres sin nombre. Como rúbrica final a tal hallazgo, él mismo se convertirá en otro de esos seres sin techo.
Pero Auster no se detiene aquí, prolonga un poco más la historia con una nueva vuelta de tuerca para mostrarnos otro reflejo más en esta ciudad de espejos. Hace que Quinn regrese a la casa de los Stillman y que se encierre en una habitación, que presumimos debe ser la misma que Peter Stillman debía utilizar durante sus crisis de aislamiento. Tal como afirma el hijo de Auster en un pasaje del libro, "todos somos todos", y Daniel Quinn puede convertirse en cualquiera. Su encierro final en ese cuarto oscuro, desnudo, sin otra compañía que el cuaderno en el que escribe su peripecia, aislado del mundo exterior hacia el que no abriga ningún deseo de regresar, se nos presenta como un calco del aislamiento al que fue sometido Peter Stillman en su niñez. Incluso una mano desconocida le alimenta... ¿o es esto último una alucinación fruto del infierno esquizoide en el que está cayendo?
Decididamente, Quinn acaba convirtiéndose en un sosías de aquello que ha estado vigilando. En un momento del libro, Quinn deambula sin rumbo determinado por las calles de la gran manzana, dibujando sobre ellas con sus pisadas los signos que invocarán su propia Torre de Babel, para acto seguido escribir en su cuaderno sobre todos los parias y desterrados de la ciudad que ha visto en su paseo. Stillman paseaba para descubrir las cosas rotas a las que dar un nombre nuevo, recogía la basura en la que se habían convertido estos objetos que ya no cumplían su función. Ahora es Quinn quien camina por la ciudad y también descubre gente rota, vidas destrozadas, gentes que ya no son la misma persona que debieron ser en el pasado. Hombres y mujeres sin nombre. Como rúbrica final a tal hallazgo, él mismo se convertirá en otro de esos seres sin techo.
Pero Auster no se detiene aquí, prolonga un poco más la historia con una nueva vuelta de tuerca para mostrarnos otro reflejo más en esta ciudad de espejos. Hace que Quinn regrese a la casa de los Stillman y que se encierre en una habitación, que presumimos debe ser la misma que Peter Stillman debía utilizar durante sus crisis de aislamiento. Tal como afirma el hijo de Auster en un pasaje del libro, "todos somos todos", y Daniel Quinn puede convertirse en cualquiera. Su encierro final en ese cuarto oscuro, desnudo, sin otra compañía que el cuaderno en el que escribe su peripecia, aislado del mundo exterior hacia el que no abriga ningún deseo de regresar, se nos presenta como un calco del aislamiento al que fue sometido Peter Stillman en su niñez. Incluso una mano desconocida le alimenta... ¿o es esto último una alucinación fruto del infierno esquizoide en el que está cayendo?
Literatura dentro de Literatura
El amor que siente Auster por los libros queda reflejado de manera patente en las múltiples referencias a la literatura y a la palabra escrita que hay presentes en La Ciudad de Cristal. La mayoría de los personajes que pueblan la novela están continuamente escribiendo o hablando de libros. Hay numerosas citas y alusiones a obras como: Los Viajes de Marco Polo, El Paraíso Perdido, Moby Dick, Bartleby, el escribiente, La Narración de Arthur Gordon Pym, Alicia en el País de las Maravillas, Don Quijote de La Mancha..., incluso el mismo Génesis cabe dentro de la trama. Estas constantes referencias a otros textos y escritores, a literatura sobre literatura, no impide que la lectura de la novela sea fácil, extremadamente fluida, por mucho que la historia se aventure por vías imprevisibles.
Auster incluso coquetea con el género de la novela de misterio. Pasajes como el del beso que le da Virginia Stillman a Quinn en la puerta de su casa, o el del diálogo que mantienen ambos por teléfono en el que Quinn, metido en su papel de detective duro, le insinúa que "espera tener ocasión de mostrarle su agradecimiento", aparecen cargados de los tópicos tan comunes en este tipo de literatura pulp. Pero la estrategia de Auster es más bien la de tomar el género como pretexto, la de partir de un origen común para tratar luego de subvertirlo o transfigurarlo.
También hay momentos en el libro en los que ficción y realidad tienden a confundirse incluso el propio autor, Auster, aparece formando parte de la trama, como aquel en que Quinn, sentado en la sala de espera de la estación de ferrocarriles, mientras aguarda la llegada del tren donde viaja Stillman, observa cómo la chica que tiene sentada a su lado está leyendo una de sus novelas. Intrigado por saber lo que puedan opinar sus lectores, le pregunta qué opina del libro.
La chica se encogió de hombros:
- Los he leído mejores y los he leído peores.
- ¿Lo encuentra emocionante?
- Más o menos. El momento en que el detective se pierde da bastante miedo.
Un detective que "se pierde". ¿Acaso no se está perdiendo Quinn, en esa intriga que le sobrepasa? Parece como si esta chica estuviese leyendo La Ciudad de Cristal, desencadenando con ello un complejo entramado ficcional de cajas chinas.
Auster utiliza de nuevo este recurso para explicarnos el origen del libro.
El amor que siente Auster por los libros queda reflejado de manera patente en las múltiples referencias a la literatura y a la palabra escrita que hay presentes en La Ciudad de Cristal. La mayoría de los personajes que pueblan la novela están continuamente escribiendo o hablando de libros. Hay numerosas citas y alusiones a obras como: Los Viajes de Marco Polo, El Paraíso Perdido, Moby Dick, Bartleby, el escribiente, La Narración de Arthur Gordon Pym, Alicia en el País de las Maravillas, Don Quijote de La Mancha..., incluso el mismo Génesis cabe dentro de la trama. Estas constantes referencias a otros textos y escritores, a literatura sobre literatura, no impide que la lectura de la novela sea fácil, extremadamente fluida, por mucho que la historia se aventure por vías imprevisibles.
Auster incluso coquetea con el género de la novela de misterio. Pasajes como el del beso que le da Virginia Stillman a Quinn en la puerta de su casa, o el del diálogo que mantienen ambos por teléfono en el que Quinn, metido en su papel de detective duro, le insinúa que "espera tener ocasión de mostrarle su agradecimiento", aparecen cargados de los tópicos tan comunes en este tipo de literatura pulp. Pero la estrategia de Auster es más bien la de tomar el género como pretexto, la de partir de un origen común para tratar luego de subvertirlo o transfigurarlo.
También hay momentos en el libro en los que ficción y realidad tienden a confundirse incluso el propio autor, Auster, aparece formando parte de la trama, como aquel en que Quinn, sentado en la sala de espera de la estación de ferrocarriles, mientras aguarda la llegada del tren donde viaja Stillman, observa cómo la chica que tiene sentada a su lado está leyendo una de sus novelas. Intrigado por saber lo que puedan opinar sus lectores, le pregunta qué opina del libro.
La chica se encogió de hombros:
- Los he leído mejores y los he leído peores.
- ¿Lo encuentra emocionante?
- Más o menos. El momento en que el detective se pierde da bastante miedo.
Un detective que "se pierde". ¿Acaso no se está perdiendo Quinn, en esa intriga que le sobrepasa? Parece como si esta chica estuviese leyendo La Ciudad de Cristal, desencadenando con ello un complejo entramado ficcional de cajas chinas.
Auster utiliza de nuevo este recurso para explicarnos el origen del libro.
Según descubrimos al final, la historia nos ha sido narrada por un amigo allegado al escritor, el cual, junto con éste, descubrió el cuaderno con los escritos de Quinn en la casa abandonada por los Stillman. El autor busca la complicidad del lector con este golpe de efecto, en el que se incluye también la no concreción del final del relato: "El cuaderno rojo, por supuesto, es sólo la mitad de la historia", se nos llega a decir. Es un descarrilamiento deliberado. Auster ya era consciente de los riesgos de tal maniobra:
"No estoy seguro de que los aficionados a las novelas policíacas vayan a quedar satisfechos -declaró en una entrevista-. Más bien pienso que quedarán muy defraudados».
En un momento de la novela, que considero crucial para hallar una respuesta a la autoría de ésta, Paul Auster, el escritor, le explica a Daniel Quinn la base del ensayo sobre el origen de El Quijote en el que está trabajando. Auster le cuenta que Cervantes intenta convencer al lector de que él no es el autor de la obra pues, según Cervantes, descubrió el manuscrito, escrito en árabe por un tal Cid Hamet Benengeli, en el mercado de Toledo. Asimismo afirma que lo que se nos cuenta en el libro es verdad. Pero resulta que el personaje de Cid Hamet Benengeli nunca aparece en el libro de Cervantes, y puesto que los hechos que se narran en El Quijote son tan detallistas y concretos, Auster llega a la conclusión de que el único testigo directo es Sancho Panza que, por no saber leer ni escribir, debió de dictar la historia a algún amigo de Don Quijote, tal vez el barbero o el cura. Tras darle forma literaria, éstos le pasaron el manuscrito a Simón Carrasco, el estudiante de Salamanca, que lo tradujo al árabe. Cervantes encontró la traducción, la tradujo de nuevo al español y publicó el libro con el título de Don Quijote de La Mancha. Auster incluso baraja la posibilidad de que el propio Don Quijote tuviera conocimiento de la labor de cronista de Sancho Panza, y que fuera él mismo el que tradujese el manuscrito al español, haciéndose pasar por Cid Hamet Benengeli ante los ojos de Cervantes.
Esta pirueta circense, que Auster considera factible en el origen de El Quijote, la introduce él mismo al final de su novela: Él, Paul Auster, afirma no ser el autor de La Ciudad de Cristal. La novela la ha escrito un amigo, puesto al corriente de la historia por parte de él y del cuaderno que han encontrado. Siguiendo a pies juntillas su juego, el lector podrá deducir que el personaje de Daniel Quinn, cual Quijote (nótese también que Don Quijote y Daniel Quinn tienen las mismas iniciales), se esconde detrás de la identidad del autor. Como se puede ver, La Ciudad de Cristal es un laberinto de símbolos y, como tal, pertenece a ese escaso número de obras difícilmente clasificables en las que nuevas miradas nos proporcionan nuevos significados. Como muy bien nos señala el personaje de Quinn en un momento del libro, "no hay una palabra ni una frase que no sean importantes".
Manuel Ribera Pérez (Barcelona. España)
"No estoy seguro de que los aficionados a las novelas policíacas vayan a quedar satisfechos -declaró en una entrevista-. Más bien pienso que quedarán muy defraudados».
En un momento de la novela, que considero crucial para hallar una respuesta a la autoría de ésta, Paul Auster, el escritor, le explica a Daniel Quinn la base del ensayo sobre el origen de El Quijote en el que está trabajando. Auster le cuenta que Cervantes intenta convencer al lector de que él no es el autor de la obra pues, según Cervantes, descubrió el manuscrito, escrito en árabe por un tal Cid Hamet Benengeli, en el mercado de Toledo. Asimismo afirma que lo que se nos cuenta en el libro es verdad. Pero resulta que el personaje de Cid Hamet Benengeli nunca aparece en el libro de Cervantes, y puesto que los hechos que se narran en El Quijote son tan detallistas y concretos, Auster llega a la conclusión de que el único testigo directo es Sancho Panza que, por no saber leer ni escribir, debió de dictar la historia a algún amigo de Don Quijote, tal vez el barbero o el cura. Tras darle forma literaria, éstos le pasaron el manuscrito a Simón Carrasco, el estudiante de Salamanca, que lo tradujo al árabe. Cervantes encontró la traducción, la tradujo de nuevo al español y publicó el libro con el título de Don Quijote de La Mancha. Auster incluso baraja la posibilidad de que el propio Don Quijote tuviera conocimiento de la labor de cronista de Sancho Panza, y que fuera él mismo el que tradujese el manuscrito al español, haciéndose pasar por Cid Hamet Benengeli ante los ojos de Cervantes.
Esta pirueta circense, que Auster considera factible en el origen de El Quijote, la introduce él mismo al final de su novela: Él, Paul Auster, afirma no ser el autor de La Ciudad de Cristal. La novela la ha escrito un amigo, puesto al corriente de la historia por parte de él y del cuaderno que han encontrado. Siguiendo a pies juntillas su juego, el lector podrá deducir que el personaje de Daniel Quinn, cual Quijote (nótese también que Don Quijote y Daniel Quinn tienen las mismas iniciales), se esconde detrás de la identidad del autor. Como se puede ver, La Ciudad de Cristal es un laberinto de símbolos y, como tal, pertenece a ese escaso número de obras difícilmente clasificables en las que nuevas miradas nos proporcionan nuevos significados. Como muy bien nos señala el personaje de Quinn en un momento del libro, "no hay una palabra ni una frase que no sean importantes".
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